La columna que hoy ven no pretende ser un simple reflejo de situaciones que ocurren en la cotidianidad de nuestras vidas. Tampoco ambiciono que se convierta en un llamado a la acción de cualquier tipo, aunque quizás sí una acción humanizadora. Es un simple, aunque no tan simple, ejercicio de observación y reflexión.
Este intento no nace fruto de la nada, sino que responde a una vivencia reciente que hasta este mismo instante me mantiene pensando. Bueno, sin más preámbulo, hace unos días, luego de una extensa jornada laboral, me dirigía a mi hogar, tan cansado como cualquiera de ustedes lo estaría. Al subir al autobús, muchas situaciones me parecieron extrañas. En primer lugar, iba gente de pie, en un recorrido y en un horario donde habitualmente no las hay. Al avanzar por el pasillo hacia el fondo, vi que había un asiento disponible, y junto a él un amigo migrante, probablemente haitiano. Situación a la que en un primer momento no le di demasiada importancia. Después de un rato, cuando al fin conseguí asiento, vi con más detenimiento la situación que anteriormente había llamado mi atención. Inevitablemente, esa escena, rememoró el inicio de todo.
Corría el año 1955 en Estados Unidos, cuando un acontecimiento cambiaría para siempre el curso de la historia de los pueblos afroamericanos. La acción de una persona, de una mujer; de una mujer negra y estadounidense, abriría paso a una serie de movilizaciones que convocaría a cerca de 30 mil personas en las calles norteamericanas. La negación a ceder el asiento por Rosa Parks, sólo fue el comienzo de una de las batallas más grandes que haya registrado la historia ante el racismo y la discriminación. Gente como Rosa Parks tenía claro que las cosas podían cambiar y efectivamente ese día así sería. Como parte de su acontecer cotidiano, cogió un autobús público para volver a su casa y se sentó en los asientos del medio, que podían usar los negros siempre y cuando ningún blanco lo requiriera. Cuando se llenó esa parte, el conductor le ordenó, junto a otros tres negros, que cedieran sus lugares a un joven blanco que acababa de subir. ‘Éste ni siquiera había pedido el asiento’, dijo después Parks en una entrevista a la BBC. Los otros se levantaron, pero ella permaneció inmóvil. Las consecuencias para ella serían más que duras, pues la prisión de un día, la multa económica y el juicio público de una nación mayoritariamente blanca harían lo suyo. La historia ya la conocen y el “I have a dream” de Luther King es tan sólo el final feliz de la historia. No obstante, en el recorrido a mi casa, casi 70 años después, el final no sería tan cinematográfico como lo fuera en ese entonces.
En efecto, nada de lo que estaba pasando en esa micro me gustaba. Sin embargo, que no hubiera interacción alguna entre las personas de su interior, ni siquiera llamativo me parecía. Que cada uno fuera sumido en su mundo interno o mirando por la ventana el mismo paisaje de siempre, tampoco me causaba espanto. Pareciera que todas estas malas prácticas estuvieran naturalizadas y ya no tuviéramos la posibilidad de sorprendernos con la despersonalización a la que asistimos. Ahora bien, observar la imagen del amigo migrante removió mis más profundos principios. Lo que no me había sorprendido, a lo que no presté la suficiente atención, constituyó un acto discriminatorio típico, cuasi habitual, invisibilizado socialmente, pero no menor para estos tiempos. Y yo fui parte de ello.
Pasado un rato, el amigo decidió levantarse de su asiento y continuar su viaje de pie. Sólo en ese momento dos personas ocuparon los asientos ahora sí disponibles. El miedo a lo diferente, la estigmatización socialmente construida, la marginalización y pauperización de sus derechos, mantienen al migrante con miedo permanente al rechazo. Porque, permitiéndome aventurarme a una comprensión del asunto, él no se puso de pie como un gesto de caballerosidad, ni tampoco porque se disponía a terminar su recorrido. Lo hizo porque se dio cuenta de que la gente lo miraba, porque realmente se sentía discriminado. A diferencia de la experiencia de Rosa Parks, nadie intentó obligarlo a ceder el asiento, él lo hizo por voluntad propia, pero una voluntad sostenida en el miedo y el rechazo. En ese sentir profundo de no sentirse parte de aquí. Porque pese a que migrar constituye un derecho, socialmente aún no lo comprendemos como tal.
Y, ante tal situación, ¿qué hice yo? Absolutamente nada. Atónito, silencioso, decepcionado, del resto y de mí mismo, me mantuve en silencio contemplando una situación “incómoda”, quizás, “injusta”, tal vez, pero para el sentir generalizado de la sociedad chilena, casi natural. Y si bien, desde un comienzo dije que no pretendía que fuera un llamado a la acción, quiero resarcirme de mis dichos, pero sobre todo de mis omisiones, porque eso fue lo que hice, o lo que no hice.
No lo permitan, dense el tiempo de mirar más allá. Quienes están ahí afuera viviendo, o sobreviviendo la vida, son personas igual a ustedes, o quizás distintas, pero si hay algo seguro entre tanta diversidad e incertidumbre, es que merecen el respeto, la dignidad y la justicia que cualquiera de nosotros. No se permitan ser cómplices de situaciones como esa. Piensen en lo que hacen o lo que no hacen, pues ese es el primer paso. Porque la conciencia es grande y el tiempo es corto para hacernos cargo. Rosa ya mostró el camino, y tú ¿qué harás?