Del monólogo a la conversación

By Tomás Varnet Pérez.

“Ahora bien, el mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor, cuando uno no se presta a gobernar.”

–  Platón

    Según un estudio español, alrededor de un tercio de los jóvenes que busca contenido pornográfico en línea lo hace por buscar información sobre qué es el sexo o por curiosidad sobre qué cosas o actos sexuales se realizan. En nuestro propio país, el polémico libro editado por la Municipalidad de Santiago, “100 preguntas sobre sexualidad adolescente”, recoge una serie de inquietudes provenientes de estudiantes de distintos liceos referidas a una serie de actividades que ya se conforman como elementos de uso común en el arsenal colectivo de actos sexuales de nuestras nuevas generaciones.

El encarnizado debate nacional en las temáticas ligadas a sexualidad refleja una polarización entre lo que se supone son las únicas o más importantes fuentes de socialización: la familia y la escuela. Sin embargo, en la era de la información, ésta circula de modo vertiginoso y torrencial, sin mayor valoración o jerarquización sobre su calidad u origen. Un tercio de los adolescentes de nuestro país pasa más de 6 horas al día conectados a internet fuera de horario académico (aunque progresivamente cobra menos sentido la noción de “desconexión”), es decir, casi una jornada más en sí misma. No es sorpresa entonces que surjan otros actores invisibles cuya influencia aplaca con creces aquella que se entrega desde las fuentes de información tradicionales.

Como la cita que encabeza la presente columna, si un sistema o institución se niega a educar en torno a un tema, delega esa responsabilidad a entidades quizás menos idóneas. Anecdóticamente, la mayoría de los padres no se sienten cómodos a la hora de discutir sobre sexualidad con sus hijos, y en caso de hacerlo, lo hace desde un enfoque preventivo del embarazo, las infecciones de transmisión sexual y la violencia sexual. Pero esta evitación de lo indeseable está lejos de agotar el fenómeno humano de la sexualidad. Por otro lado, a nivel de las escuelas, hace un par de años surgió un controversial programa noruego de educación sexual para niños, “Pubertet” (2015), el que llamó la atención por lo explícita de su presentación audiovisual. Lo anterior genera resquemores obvios, pero es a su vez una respuesta intuitiva a una realidad evidente: la esporádica charla o taller en torno a sexualidad en el colegio no es capaz de competir con el torrente de información sobre estimulante en alta definición propio del internet.

Esto nos lleva a que independiente de toda discusión valórica o moral, existe una realidad que continúa funcionando al margen. La pornografía se ha convertido en un estándar globalmente asequible que delimita y regula el acto sexual y sus modos de expresión. Accesible desde el anonimato, desde la privacidad y la intimidad gracias a la ubicuidad de celulares y tablets, sin costo alguno y con una oferta y variabilidad prácticamente infinita; anula desde su infraestructura cualquier esfuerzo de control o monitoreo. A través de sus escenas, se transmiten guiones sexuales cuya influencia subrepticia llega a los jóvenes: un estudio sueco reportaba que entre el 17% y el 50% de un grupo de estudiantes de 18 años intentaba emular lo que había visto en la pornografía, proporcionalmente a la frecuencia de su consumo. Un amplio repertorio de estudios a su vez reafirma su relación con actitudes sexualmente permisivas como también con la reticencia al uso de preservativos, entre otros. Lo anterior cobra aún mayor relevancia si se considera que el pertenecer a un nivel socioeconómico bajo se asocia con mayor consumo de pornografía.

Frente a este panorama, una actitud derrotista o una sensación de impotencia podrían parecer consecuencias naturales. Los vertiginosos cambios de las tecnologías de información y de comunicación le sacan un amplio trecho de ventaja a la rígida infraestructura social en la cual se desenvuelven. Sin embargo, es relevante el sentar un estándar, una postura de referencia, no porque ésta vaya a ser la verdad incontestable, sino porque permite romper con un efecto de falso consenso en torno a lo que la mediatización y el capitalismo sexual entregan como definiciones y caracterizaciones de lo que es la intimidad física y sexual.

Seamos realistas: la pornografía no va a dejar de existir. Lo que aquí se sugiere no es incurrir en un moralismo o paternalismo censurador que vele ciertas fuentes de información, sino una incitación a la autonomía informada, al contraste de distintos estándares y visiones de mundo y de sexualidad, particularmente para quienes se encuentran en un periodo de conformación identitaria como la adolescencia y especialmente para aquellos quienes carecen de figuras significativas que puedan orientar y guiar en este periodo. Detener el silencio de una audiencia impávida ante la progresiva expansión de un discurso ubicuo y sin réplicas. Lo que se sugiere es pasar del monólogo a la conversación.