Lenguaje como pensamiento…y algo más

By Tomás Varnet Pérez 

La mayoría habrá escuchado en algún momento la anécdota sobre la cantidad única de palabras que tienen los pueblos esquimales para describir distintas tonalidades de blanco, supuestamente refinadas a través de generaciones habitando en la nieve. A pesar de ser falsa, es el ejemplo más común sobre la noción de relativismo lingüístico que se me ocurre presentar. En términos simples, el horizonte de nuestro pensamiento se ve determinado (o, al menos, fuertemente influenciado) por los límites de nuestro lenguaje.

Esta potente premisa, tiene un alcance más allá del mero ejercicio académico, presentando interesantes ramificaciones si se considera la complejidad de nuestro mundo social y cultural. Alguna de las posibles líneas a elaborar podría ser la importancia fundamental que tendría la educación a fin de desarrollar una masa pensante y crítica, tema relevante para la realidad chilena actual , donde casi la mitad de la población adulta es analfabeta funcional. Pero me interesa trasladar nuestro foco a otra arista, a aquella sobre nuestras interacciones y cómo inconscientemente elaboramos juicios partiendo desde esta premisa.

Si estimamos las capacidades de pensamiento de quienes nos rodean según su lenguaje, la estructura y complejidad de sus oraciones o la abundancia y especificidad de su léxico, ¿qué sucede cuando existe una barrera lingüística de por medio?

Recientemente, frente al homicidio de Camilo Catrillanca a manos del Estado, podía notar comentarios en redes sociales de algunos mapuches que daban cuenta de su realidad en la Araucanía, expresados en un español con gran cantidad de faltas ortográficas. Fácilmente, otro internauta podría desviar el foco de atención a la forma por sobre el fondo, perpetuando estereotipos que tenga sobre la población indígena a base de este tipo de comentarios, mas quizás habría que pedirle a esa persona que intentara articular su pensamiento en mapudungún y ver comparativamente cómo sería evaluado.

A lo largo del último año, también la población chilena se ha visto confrontada, quizás por primera vez, con un influjo migratorio de personas que no hablan español. Miles de haitianos con títulos profesionales ocupando “trabajos menores” u oficios, cuyas competencias quedan detrás del velo de la barrera lingüística (sumado a la barrera legal de la validación de títulos universitarios, y, como para todo chileno, a las barreras propias del mercado).

Por otro lado, en el caso de los Sordos, históricamente se ha asociado la sordera y el mutismo a un desorden mental, próximo a categorías como el idiotismo. Si trasladamos esto al plano reciente y local, no hace mucho las escuelas especiales agrupaban a jóvenes con déficit sensorial y con déficit cognitivo por igual. De esta manera, la dificultad para comunicarse con un Sordo, su lenguaje, lleva a inferir que carece de ciertos recursos mentales, el pensamiento. Siguiendo el mismo hilo de razonamiento, se podrían tener percepciones sobre la lengua de señas como una lengua “tarzánica” o “concreta”, limitada en su potencial de establecer distinciones, de expresarse. Si volvemos al ejemplo anterior, ¿cómo seríamos evaluados el grueso de las personas oyentes si intentaramos expresarnos en lengua de señas? En una sociedad hipótetica en que los roles se ven invertidos y la norma es la lengua de señas, seguramente seríamos nosotros quienes recibiríamos una educación distinta, limitada al desarrollo de oficios o habilidades para la vida, reducidos a “muebles” en el aula que de todos modos pasarán el curso, bajo la “compasión” de las bajas expectativas.

En una experiencia mucho más cotidiana, puedo encontrar compañeros internacionales cuya expresión en inglés a la hora de hacer alguna pregunta o comentario básico, es bastante rudimentaria. Sin embargo, es evidente que detrás de ese intento de hacerse entender, existe una clarísima comprensión matemática y abstracta del tema en discusión. En mi caso personal, seguramente de poder expresarme con mi lengua nativa podría dar cuenta de muchos más matices sobre lo que pienso de un tema determinado, o quizás expresarme de un modo más lírico y florido, o, por qué no, ser mucho más veloz y agudo para echar la talla. Pero todo eso queda “lost in translation”, invisible para quienes me rodean, ausente en la imagen que proyecto hacia los demás.

En resumen, la relación entre lenguaje y pensamiento está lejos de ser un mero tema académico o teórico (del cual seguramente los lingüistas podrán explayarse de mejor manera que yo), sino que en nuestras interacciones cotidianas se entrama fuertemente con la posibilidad de poder comprender al otro, y por tanto de valorarlo; con la empatía, con nuestra apertura cultural. Nos confronta con nuestra tendencia natural a valorar al otro desde nuestro mundo lingüístico, desde nuestros valores y etnocentrismo, antes de otorgar el beneficio de la duda, relativizarnos y ponernos a nosotros mismos en tela de juicio.