Sería hipócrita de mi parte escribir a los 23 años acerca de la vejez y simular además, que lograré entenderla desde la razón o menos aún desde el sentir. Pero, tal como María Lugones explica, en la comprensión de un otro u otra, aparentemente distintos(as) a mí, no existen posiciones de privilegio, y por lo tanto en la relación que establezco con ellos (ellas) estaremos continuamente conformándonos y deformándonos a lo largo de nuestras vidas. Es por esto que reconozco que si bien nunca lograré ser como Benjamin Button, sí puedo hacer trampa de imaginar cómo será mi propia vejez y de los que me rodean, solamente desde la experiencia relacional sentida y vivida con nuestros ancianos(as).
Cuando era niña tocaba el rostro de mi abuela y dibujaba en él mapas infinitos que me enseñaban cómo supuestamente se debía vivir la vida. Imaginaba que estas líneas, tan profundas y hermosas a mi parecer, eran los únicos caminos ciertos, y que por lo tanto la sabiduría se escondía sólo en una persona. Con los años, y junto al error de no haber entendido previamente que cada rostro arrugado es un(a) sabio(a) anónimo(a) en nuestra sociedad, comprendí además que para enfrentar la vida sólo podemos ser amigos(as) de la reflexión, y que en contraposición de ella las verdades implantadas como absolutas no sólo restringen nuestra adaptación a destinos y realidades siempre cambiantes, sino que también inhiben la curiosidad crítica que tanto caracterizan a nuestros(as) niños(as). Y con respecto a esto último me es llamativo que siempre hablemos de que los ancianos(as) son como niños(as) con arrugas. Y pues claro, yo realmente lo creo y les contaré por qué basándome en un antiguo filósofo alemán.
A pesar de las divergencias de opiniones que se tengan con respecto a Nietzsche, y aquellas personales de las cuales me atendré de realizar en este momento, comparto con este sujeto la vanidosa simplicidad con la que explica el casi imposible camino de transformación del espíritu hacia la constitución de “suprahombres”; el cuestionamiento consta de entender de qué manera el espíritu se transforma en camello, cómo el camello se transforma en león y como el león se convierte finalmente en niños(as), alias sabios(as) con arrugas.
El camello representa la pasividad de obedecer ciegamente a los valores y creencias presentes en nuestra sociedad como únicas y verdaderas. Por lo tanto conlleva en este caso a vivir sin cuestionamiento alguno de nuestro existir, ni siquiera del significado que le logremos (o no) otorgarle a nuestras propias acciones del día a día. Es por ello que el posible desgano de vivir en la reflexión, hace que los camellos vean pasar su propia vida como una película de cine, y que por lo tanto el transitar de los años por mi cuerpo no parece ser importante ni para mí, ni para mis pares.
El león cuando deja de ser camello, representa la rebelión de estas cargas morales y sociales, comportándose como un gran negador de todo lo implantado como cierto. Pues en este caso, si bien el león es capaz de observar críticamente que su pelaje tan brillante y virtuoso comienza a opacarse, instaura el capricho de renegar fervientemente el envejecimiento de su propio cuerpo y sociedad, mediante el realce de la estética juvenil y la productividad, como únicos caminos de valorización del ser.
Y por último llega la transformación del espíritu hacia el niño, la representación de la inocencia y la creatividad siempre contextual y presente, la posibilidad de comenzar todo de nuevo y de entender que el enemigo de la reflexión es la constitución de una única verdad. Y finalmente en este caso, el cuerpo envejecido hace propias estas virtudes, pues entiende que toda una vida de experiencias no es suficiente para adaptarse a su vivir actual, pues los escenarios siempre cambian, y por consecuente ellos (ellas) mismos, actores (actrices) principales de su propia obra, también lo hacen de manera inventiva. Con respecto a esto, recuerdo hace algún tiempo haber tenido conversaciones con María, con Santiago, con Elvira y con muchos otros sabios(as) anónimos(as), y les confieso a quienes estén leyendo esta columna, que aprendí de ellos(ellas) que la única forma de subsistir a los sesenta, ochenta o casi noventa años a una sociedad de camellos y leones que nos enseñan que envejecer significa decaimiento en todos los sentidos, es utilizar la reinvención y la creatividad como única arma frente a un entorno tan hostil y castigador. Es por eso que los ancianos(as) no son análogos de nuestros(as) niños(as) desde la dependencia física o emocional (se los aseguro que no), sino que se asemejan a la aproximación amorosa y curiosa que tienen frente a la vida, pues si bien unos viven con muchos días por contar, y los otros cuentan los que le faltan posiblemente con los dedos de una mano, ambos se adaptan y juegan con su alma, cuerpo y espíritu en sus días a días como si fuesen los primeros o los últimos de su existir.
Para aquellos(as) que no se han dado cuenta aún, esta columna no es meramente una explicación subjetiva de cómo se parecen nuestros(as) niños(as) y ancianos(as), sino que es una invitación personal de que dejemos de ser camellos y leones frente a la existencia tangible del envejecer, y entendamos de una vez que nuestra sociedad está envejeciendo también a pasos agigantados; y que por lo tanto el futuro de ella no son los(as) jóvenes, sino que los(as) ancianos(as). Es por todo esto que les comparto mi idea y reflexión de comenzar a escuchar a nuestros(as) ancianos(as), de que sus ideas frescas, creativas y cargadas de experiencias como la de los(las) niños(as) nos propicien la oportunidad de encontrar e inventar nuevos caminos de desarrollo y bienestar para ellos (ellas), y para nosotros(as) mismos(as), pues no olvidemos que la vejez se encuentra a la vuelta de la esquina o en un abrir y cerrar de ojos. Detengámonos en nuestros espacios públicos, en nuestras plazas, en nuestras bancas, en nuestros atardeceres y logremos entender que la sabiduría no radica solamente en libros, sino que en suprahombres y supramujeres que tienen marcados en sus rostros múltiples e infinitos caminos del saber.